Programa Manualidades y Arte para la Autoafirmación
TARDES DE MANUALIDADES Y CAFÉ
12 de junio de 2015
Una Historia para Bailar
Por María Antonieta
Campos Badilla
Esta es la historia de mi último
año y un poco más; quizás mucho más. Yo me casé casi llegando a los 40 años,
tuve mucho tiempo para disfrutar de la vida y para sentirme sola también.
Escoger entre el deleite y la frustración es una tarea de todos los días y no
es fácil; y la vida, de por sí, implica muchas experiencias que ponen a prueba nuestra
capacidad de adaptación. Lo cierto es que a los 39 años yo ya había vivido
muchas experiencias difíciles, las había superado y había decidido ser feliz.
DE LAS QUEJAS Y SUFRIMIENTOS Y
DE CÓMO SE FUERON COMBINANDO CON
NUEVAS EXPERIENCIAS HERMOSAS
(Escribo este apartado porque de
las situaciones difíciles se obtienen muchos aprendizajes).
Trabajaba mucho, siempre me he
exigido mucho. En algunos momentos me enfermé. No en una ocasión; en varias;
especialmente a los 30 y a los 38 años. Me enfermé por trabajar, por exigirme
demasiado y atenderme poco.
Yo necesito poco sol, anteojos
oscuros, una dieta alcalina sin carnes rojas ni productos muy procesados y con
suficiente agua, un ritmo de vida variado con un equilibrio entre la actividad
física, el análisis lógico y las actividades creativas, y, por supuesto,
necesito suficientes horas de sueño. Creo que todo el mundo necesita esto, pero
yo lo necesito de forma especial para que no me duela la cabeza. Además, me
hacen bien algunas sesiones de acupuntura para sentirme bien. Caso contrario,
cuando me ahoga el estrés y por correr no atiendo alguna de estas necesidades,
entonces (y sólo entonces) sufro de fuertes migrañas.
Es difícil expresarle a la gente
que no ha sentido dolor de cabeza lo que se siente cuando se tiene una migraña.
Es como un mapa de dolor, pero como un mapa con la intensidad de un dolor de
muelas o de oídos, y el dolor crece. También es difícil expresarle lo que he
sentido a las personas que padecen migrañas, porque muchas de ellas no sienten
que su dolor escale, así como lo sentí yo.
Si me preguntan que si el dolor se midiera en
una escala de 0 a 10 cuál es el nivel que he sentido, les contestaría que 11 o
12 o 13... Les contestaría que si me hacen esa pregunta es porque no tienen
idea de lo que es sentir que el cráneo está a punto de romperse como una
cáscara de huevo, que duele tanto que uno agradecería que le aplastaran la
cabeza con una aplanadora para dejar de sentir.
Gracias a Dios tengo mucho tiempo
de no sentir tal nivel de dolor, y en los momentos en que me sentí así tuve a
mi familia a mi lado para sostener mi vida con su amor.
En fin, poco antes de los 39
aprendí a cuidarme de tal manera que mi cabeza no doliera más. Mi familia, mis
padres y mis hermanos estuvieron siempre allí hasta que lo logré, y de forma
milagrosa me encontré un maravilloso esposo que me cuida igual de bien. Dios me
proveyó una ayuda poco convencional para los cristianos, pero Él siempre ha
sido poco convencional: Dios me llevó (y lo digo sin dudas) al consultorio de
un acupunturista coreano que me guio al estilo de vida que ya describí arriba.
Desde entonces no sufro más de tales
dolores.
A los 39 me casé y me he sentido
la mujer más dichosa desde entonces, aún a pesar de lo que procedo a contarles.
Seis meses después de casada salí
del horrible lugar de trabajo donde me encontraba; aquel donde no tenía tiempo
para cuidarme bien a mí misma. Los pormenores ya no importan, ¡yo me liberé de
ese lugar!
Mi esposo y yo, tan enamorados
como siempre, decidimos que había llegado una excelente oportunidad. De repente
yo tenía algo de ahorros, un consultorio nuevo para trabajar independiente y
bastante tiempo libre, y, lo más importante, un esposo maravilloso que además
ha demostrado ser un excelente papá de su hija de 18 años. Era nuestra
oportunidad de tener un(a) hijo(a); mi primer(a) hijo(a) y el/la segundo(a) de
él.
Lo intentamos durante tres meses
y no lo logramos. Iniciamos exámenes médicos y me enviaron a tomar algunos
tratamientos hormonales. Las dosis de hormonas subieron cada mes; los exámenes,
las pastillas, las inyecciones cada vez eran más. Pero por alguna razón la
medicina occidental no advierte a los pacientes de que lo que viene adjunto a
sus tratamientos. Hago una síntesis:
Me engordé mucho, pasé de un 29%
de grasa corporal a un 34% en cuestión de un mes, no hubo una sola prenda en mi
armario que me volviera a quedar bien. También sufrí fuertes dolores en mis
articulaciones por la progesterona; y me dio ansiedad, enojo, llanto… todas las
emociones cambiando constantemente y en su máxima expresión, por primera vez
entendí el llanto que describen las personas que se encuentran en depresión:
brota de los ojos y una no sabe por qué y una no puede parar de llorar.
Un año duré asistiendo a fiestas
y actividades familiares cuando lo que quería era estar reposando en mi cama.
Un año sin querer explicarle a nadie cómo me sentía; con una sonrisa tiesa en
el rostro, y con mucho, mucho, mucho, mucho calor.
Pero en medio de las
circunstancias una siempre puede ver las victorias que ha alcanzado: En todo
ese año no me dolió nunca la cabeza. La acupuntura, las dietas y el buen dormir
me habían hecho recuperar mi salud en ese sentido. Vivir sin dolor de cabeza
era una experiencia nueva para mí.
En diciembre pasado dejé los
tratamientos hormonales y, gracias a Dios, mi comprensivo esposo se ha dedicado
a chinearme desde entonces. Es que nadie nos explica que las hormonas quedan en
el cuerpo y que se sigue sufriendo por un tiempo más. En marzo pasé de no usar
anteojos más que para descansar la vista, a usar anteojos con doble graduación.
En abril me di cuenta que mis encías se inflamaron, sangraban y se infectaron y
dice mi periodoncista que sufrí los llamados “tumores del embarazo” que son
unas pelotitas de infección que se hacen en algunas partes de la encía y que van
carcomiendo los huesos; me dijo que también era un efecto de las altas dosis
hormonales que recibí. ¡Me dolieron mucho los raspados que me hicieron para
curar mis encías!, la anestesia no hace efecto con las infecciones, no importa
lo que digan los médicos.
Pero de todo eso aprendí: No
vuelvo a tomar nada que no sea estrictamente necesario; no vuelvo a aceptar
procedimientos médicos que no sean los más naturales posibles. Yo soy dueña de
mi vida, tengo la mayordomía de mi salud y la voy a cuidar. La voy a proteger
incluso de la medicina occidental tradicional.
Después de que dejé el
tratamiento, seis meses he tardado en empezar a bajar de peso unos gramos,
haciendo una hora de ejercicio diario o más, comiendo la mitad de lo que solía
comer. Hasta ahora logro que me quede talladita mi ropa vieja. ¡Pero ya lo
logro! Y hace quince días, por primera vez, volví a sentir frío y a usar un
abrigo. Es la primera ven en mi vida que estuve agradecida por sentir frío.
DEL DOLOR AL BAILE Y DE LA
RIGIDEZ A LA LIBERTAD
Aquí viene la parte bonita: Que
de todo se aprende y todo trae nuevas oportunidades para estar mejor.
Les dije que siempre me he
exigido mucho. Aprendí desde pequeña a ser estricta, esforzada, valiente, a
poderlo todo o por lo menos a no rendirme. Aprendí a ser buena estudiante,
buena hija, buena hermana, buena esposa, buena en general y me hubiera gustado
ser una buena mamá. Ser bueno no es malo, tener que ser perfectamente bueno
siempre es lo que no está bien.
A ver todas las reglas: Hable
despacio y pronuncie bien todas los fonemas de una palabra; que sus palabras
sean siempre agradables, sea agradecida, vístase adecuadamente para cada
ocasión sin ofender las costumbres de los demás, escriba correctamente,
aproveche cada minuto del día, no pierda el tiempo, sea eficiente, produzca al
máximo… Alcance todas las metas de rigor: Una buena dieta, una rutina de
ejercicios, un buen cuerpo, un título universitario, un buen esposo, casa,
carro, hijos.
¡Oh! Yo no soy especialmente
obediente, sólo especialmente esforzada y logré muchas de esas cosas: La dieta,
los títulos, la casa, el carro y el “buen trabajo”. El esposo, confieso que me
llegó de chanfle, un milagro del cielo, un regalo de Dios. Pero cuando llegué a
la parte de los hijos me di cuenta (en mis emociones porque racionalmente había
creído saberlo) que yo no tengo el control de nada. Y cada mes de ese
año lloré cuando empezaba un nuevo ciclo menstrual sin obtener las noticias
esperadas. No dependía de mí, ni de mi esfuerzo, ni del dinero invertido en el
tratamiento, ni de la rigurosidad para aplicarlos. Al final del mes siempre me
sentía enferma, con los achaques de una embarazada y sin un bebé. Aún hoy sufro
cuando trato de leer las indicaciones en la etiqueta de un frasco y no veo nada
porque he olvidado ponerme los anteojos.
En febrero me di cuenta que mi
cuerpo se sentía aplastado y que tenía que ayudarle a recuperarlo; así que
busqué las clases de yoga que años atrás me habían ayudado.
Buscando esto llegué a mi
academia de danza actual. Pregunté por yoga y el vendedor me dijo: “no damos
yoga, pero la danza oriental sirve para que las mujeres descubran su feminidad
interior y la dejen brotar”.
Mis ojos se iluminaron; eso era
precisamente lo que sentía aplastado: mi valor femenino. Yo quería ser mamá,
una buena mamá, una buena mujer. ¡Oh!, ¿me prometieron algo que me ayudaría a
ser una buena mujer sin ser mamá?
Así empecé a bailar. El primer
mes me di cuenta que mi cuerpo tiene gran cantidad de músculos que yo nunca,
nunca, nunca había usado. Todos dolían después de las clases, pero era un dolor
diferente, un dolor a victoria; un dolor que recuerda que conquisté una tierra
que apenas había sido descubierta.
Cada movimiento nuevo, extraño,
curvilíneo y delicado, era un nuevo triunfo. Yo quería poder y si no podía
hacer un movimiento lo repetía y lo repetía hasta sentir que esa parte de mi
cuerpo era realmente mía. Repetía los movimientos al levantarme, antes de
bañarme, después de bañarme, después de atender a mis pacientes y antes de
acostarme. Aún en el carro cuando mi esposo manejaba yo iba repitiendo algunos
movimientos hasta adueñarme de mis músculos y no ellos de mí.
Al mes, a una de las profesoras
se le ocurrió que aprendiéramos una coreografía para bailar en la presentación
de junio. ¡Era marzo!, yo llevaba un mes bailando, 10 años de sedentarismo y
algunos males de salud ya descritos; estaba gorda, tenía mucha celulitis, me
dolía todo y estaba en los dolorosos tratamientos con la periodoncista. “¡No,
yo no bailo!, me aprendo la coreografía pero no bailo en público”.
¿Saben? Ya lo dijo otro, pero en
verdad, cuando una baila siente que desaparece. Todo desaparece, las reglas
desaparecen y las emociones brotan sin censuras y con más amor del que se puede
sentir a través de las palabras. Descubrí eso: el movimiento de mi cuerpo me
conecta más con mis emociones que mis palabras y argumentos racionales.
Después de 10 o más años de ser
racional, yo lo que quería era bailar, sentir, sentir, bailar.
En abril o mayo fui a mi primer hafla; una fiesta árabe. Vi a las
bailarinas más avanzadas de la academia bailar. ¡Cómo lo disfruté! Mujeres de
todas las edades y tallas bailando con alegría; contagiándonos a todos de sus
sentimientos más puros. Ese día me di cuenta de cómo admiro a las mujeres que
hacen lo que quieren y me pregunté por qué yo no podía hacerlo.
Yo había decidido inscribirme en
la academia para recuperar mi autoestima femenina, para dejar brotar a la mujer
que llevo dentro, en todo su esplendor. Entonces me di cuenta que tenía que
bailar. ¿Aún gordita? Sí, aún gordita… Me compré una malla con escarcha para
cubrir mi vientre y seguí entrenando.
Después de ese hafla comencé a amar mi cuerpo. Bailaba
en las mañanas frente a mi espejo, veía mi abdomen y su celulitis y le hacía
cariño pensando “es mi pancita, es la grasa que está ahí porque yo quería un
bebé, y aún a esa grasita de mi cuerpo la amo”.
Pasó algo interesante, entre más
me quise, más energía sentí; entre más me acepté más rápidamente mi cuerpo
decidió limpiarse de la ajena carga hormonal.
El 1° de junio estaba un poco más
delgada, ya no tenía tanta celulitis, ya sentía frío; mi cuerpo parecía estar
limpio de todo aquello que le di meses atrás. Siempre gruesita, pero ya me
sentía mía; así que acepté bailar.
Yo me sabía bien la coreografía y
sobre el baile pensé que era como comprar zapatos nuevos: hay que usarlos
apenas se los compra una porque no se sabe si mañana vamos a estar en esta
tierra. Yo decidí bailar si tenía la oportunidad y divertirme. ¿Cuánta gente se
ha subido a un escenario a bailar? Yo me podría ir al cielo feliz y orgullosa
diciendo que bailé por lo menos una vez. Sentiría que lo logré, le habría
demostrado al mundo que disfruté.
Bien, por todo eso bailo hoy,
porque mi vida es mía y tengo la fuerte convicción de que Dios me la dio para
disfrutarla. Yo le pedí a Dios un hijo y él me dio el baile, yo le pedí a Dios
ser madre y él me dejó ser bailarina, yo le pedí a Dios la felicidad femenina y
ciertamente me la ha dado.
Bailo porque soy mujer, bailo porque
en cada movimiento la vida misma expresa su amor. Bailo por todo el dolor que
sentí, porque ya no me duele nada y si me duele con el baile se me olvida el
dolor. Bailo porque mi cuerpo sano necesita expresar su vitalidad. Bailo porque
si el tiempo es poco con más razón es necesario sacarle el jugo a la vida.
Bailo con mi pancita al aire y mi
cabello suelto porque encuentro absurda la malicia y muy productivos la belleza
y el amor. Bailo libre y con mis pies descalzos por todos los años en que usé
uniformes con zapatos cerrados. Bailo con mis manos libres por todas las noches
que pasé amarrada frente a un escritorio, una computadora y una demanda
académica que resolver.
Yo bailo porque en la música
encuentro que la dulzura de Dios y la ternura humana se besan. Yo bailo porque
ha sido Dios mismo el que me ha enseñado a disfrutar, a reír y a amar. Bailo
con los ángeles de Dios a mi lado, y ante la sonrisa de Aquel que su vida ha
dado por mí.
Bailo por mi esposo, por mis padres
y mis hermanos que me aman. Porque se ven felices cuando yo sonrío y yo soy
feliz en su felicidad. Bailo porque soy mujer, bailo porque en cada movimiento la
vida misma expresa su amor.