Soy la amante del mar,
la arena y la luna, soy la amada del bosque y de los ríos
Por María Antonieta Campos Badilla
Cuando camino por las aceras de cemento en la ciudad y de
repente me toca desviarme y atravesar algunos metros de jardín, sea que la
tierra o el pasto me sostengan, percibo rápidamente la suavidad de un planeta
en el cual podía haber caminado sin golpear mis rodillas ni irradiarme con un
calor seco y sin sentido. Entonces anhelo salir de la ciudad por un rato.
Si a la playa voy, lo que más disfruto es quitarme los
zapatos y sentir la arena mojada y acariciada por el filo de las olas. El mar
me calma, me abraza y me acoge en su vastedad, se lleva mis cargas y me devuelve
su fuerza. Miro el mar y más allá el horizonte infinito e interminable, y me
contagia esa sensación de eternidad y de estar acompañada por todos los cielos.
La luna me mira a mí y baila conmigo, me escucha y me promete su compañía, una
perfecta y continua conexión con el mar aun cuando vuelva a estar lejos. Ahí,
con mis pies en la arena, mi sentido de vida trasciende y sonrío al Dios de la
vida que es más, mucho más que esto.
Si al bosque voy me llena de energía buena, de una promesa
de protección absoluta, de provisión, de conexión con la vida; abrazo el tronco
de los árboles y ellos me devuelven su abrazo extendiendo sus ramas y silbando
canciones de amor para mí, mientras los ríos me susurran su amor.
“Con alegría saldrás y serás guiada con paz, los montes y
colinas entonarán canciones delante de ti, los árboles del campo aplaudirán”.
(Isaías 55:12)
Hoy estoy en
la ciudad, la luna está conmigo, los árboles en pequeños espacios me sostienen
y dicen que la tierra, nuestra fuente de vida sigue allí, debajo de todo este
engaño de cemento que hemos creado para cubrir nuestros ojos y olvidar. Y el
mar, con sus olas sigue bailando conmigo y la luna y me habla, me cuenta los
tiempos, se lleva mis cargas y lleva mi mirada al cielo y a mi razón de ser.