domingo, 15 de diciembre de 2019

Ego y Autoestima

Muchos credos religiosos señalan la importancia de disminuir nuestro interés en el propio ser: que el ego no sea lo que gobierne nuestros actos, que podamos sabernos parte de un todo y conectarnos con la Fuente Divina. Que la Divinidad crezca en nosotros y nuestro ego mengüe. Pero creo que, de muchas maneras, se malinterpreta con frecuencia este consejo.
Por alguna razón, molesta mucho a las demás personas cuando alguien se autoproclama buena para algo. “¡Es una persona con mucho ego!”, le dirán, o “¡qué creída!”, en palabras ticas.
¿Y qué tal si no es así? ¿Qué tal si esa persona simplemente está haciendo un reconocimiento fidedigno de quién es? ¿Qué tal si ese reconocimiento es válido y necesario? ¿Qué tal si quien se incomoda es quien necesita valorar sus propias virtudes en relación con este hermoso autodescubrimiento de su prójimo?
Todos somos parte de un engranaje, y si la tuerca proclama que tiene un círculo hermoso en su centro, el tornillo, en vez de molestarse, podría ver que tal afirmación sólo asegura que la forma de su propio cuerpo es hermosamente circular y con calados que permiten a la tuerca encajarse en él para cumplir con su función sin vacilar; de igual manera, las otras tuercas del engranaje podrían decir: “¡es cierto, qué bellas que somos las tuercas, qué hermosos que son los tornillos!”.
Y entiendo que es más fácil tolerar las autoproclamas para el fortalecimiento de la autoestima cuando no llevan ninguna comparación implicada; pero, ¡qué bueno que quien ganó la competencia se atrevió a decir en voz alta “yo soy mejor” porque quería un aplauso (una forma de abrazo grupal)!, ¡qué dicha que quien tuvo una visión hermosa en sus meditaciones, se atrevió a decirla porque, al fin, encontró en usted alguien que le podía comprender y valorar! 
No deberían entristecernos sus triunfos, ni siquiera cuando se muestran en forma de autoalabanza y se proclaman superiores a nosotros en algo; simplemente deberían recordarnos que todas las personas somos especialmente buenas para algo, mejores que el prójimo en algo, para que así nos complementemos; y que todas las personas necesitamos reconocimiento público a veces.
Una autoalabanza es siempre una pregunta que no ha sido planteada de la manera más diplomática, pero que se puede traducir así: “¿verdad que lo estoy haciendo bien?, ¿crees que soy importante en este engranaje que formamos juntos?”. Y, entonces, lo que debería venir de nosotros es algo como: “Eres una personas maravillosa, mucho mejor que yo en esto, estoy aprendiendo de ti, me estás complementando”. Deberían venir los aplausos y los abrazos con una sana actitud que reconoce que todos somos especialmente buenos para alguna tarea.
Y sí, hay personas que con mucha frecuencia se alaban, y pasan las líneas socialmente aceptadas, y se dicen a sí mismas “soy genial”, “mi coeficiente intelectual es muy superior”, “mi misión espiritual en este mundo es superior a la de todos”, “incluso Dios me prefiere”, “mis logros deben ser premiados con un trato preferencial”.
A estas personas les llamamos “ególatras” y quizás les tememos porque no queremos que su exigido trato preferencial nos desplace. Pero, a mi juicio, estas son sólo las personas que necesitan más del abrazo colectivo porque se sienten carentes.
Si a estas personas les puedo aplaudir o no, no lo sé; a veces sí, a veces no: Si aplaudirle significa cederle lo que yo he ganado por mis méritos, entonces es posible que no lo haga; ni tampoco aplaudiría si con mi reconocimiento la persona quisiera darse el derecho de humillarme o humillar a otros; pero la verdad es que la mayoría del tiempo, aplaudirle no está mal, no me quita nada y a esa persona quizás le sirva, así que yo le aplaudiré cuando lo considere justo, cuando el logro señalado sea bueno.
La verdad es que este escrito no prentende generar consciencia sobre la egolatría y sus problemas, sino sobre la mezquindad de nuestros halagos a los demás. Hace dos párrafos ya señalé la causa: La mayoría de las veces que no aplaudimos cuando nos cuentan un triunfo o un gran descubrimiento personal, no lo hacemos porque tenemos miedo de que nos desplacen.
Si lo analizamos con más calma y desde otras perspectivas, la mayoría de las veces que una persona se alabó, no estaba pidiendo un trato preferencial, estaba pidiendo el abrazo grupal que ofrece el aplauso, estaba pidiendo ser reconocida (como todos lo necesitamos a veces); o quizás hasta tenía una motivación generosa, quizás estaba diciendo cómo fue que lo logró para que otros experimentaran su propia satisfacción; porque hay personas que genuinamente quieren compartirlo todo.
Pero el prejuicio nos invade. Por la historia humana hemos aprendido, que cuando una persona empieza a ser reconocida con frecuencia, y obtiene tratos preferenciales, muchas veces, otros son desplazados y sufren. Nuestro miedo de que esto vuelva a ocurrir desencadena una reacción de pensamientos automáticos inmediatos: “Oh no, ¡evitemos que se levante el ego; hagamos algo para corregir la actitud de esta persona, aquí, todos somos iguales!” Inmediatamente emitimos una voz o un acto que comunica claramente: “¡tú no eres especial!”
Pero ¡alto!, ¡qué mentira tan cruel!, porque en realidad, muchísimas veces lo que nuestro prójimo había dicho o hecho sí era muy especial, sí era digno de valoración y, peor aún, su alma sí estaba necesitando que se le validara para fortalecerse un poco; porque del fortalecimiento del ego y la autoestima viene la fuerza para hacer grandes obras.
Pensémoslo bien, la verdad es que no aplaudimos porque nosotros tenemos la misma necesidad; en el fondo estamos diciendo: “Por favor, reconozcan que también yo soy importante, que lo que yo hago también es especial; que todos somos especiales”.
Hoy, les voy a confesar algo: En estos días he visto que yo soy ambas personas: Yo soy la que cuento rápidamente mis logros, la que quiere compartir lo aprendido para que otros también puedan intentarlo y sentir la satisfacción de un triunfo, o la que quiere que le abracen con aplausos sólo para sentirse capaz de seguir un poco más allá. Y yo soy la que me incomodo cuando otro se alaba mucho y la que tengo que pellizcarme para decirle: “¡claro que sí, lo hiciste muy bien, me ayudaste mucho y sos muy importante en mi vida!”. Y he visto que esto lo hago con mucho esfuerzo, cuando en el fondo yo he estado trabajando igual o más que esa persona, pero mis logros en ese campo no se notan tanto. Y los logros que yo sí tengo no los aplauden con tanta frecuencia en este mundo, y si los proclamo y no me aplauden, yo me entristezco y no sé si vale la pena seguir por el camino que escogí.
Yo soy todos los personajes de este escrito, sufriendo por el mismo problema del que padecemos todos: La mezquindad en el reconocimiento de los triunfos ajenos.
Hoy les hago una propuesta no tan humilde, con la esperanza de que los seguidores del desapego no me critiquen demasiado y lean amorosamente mis intenciones: ¿Qué tal si en vez de matar al ego por el deseo de que todos seamos iguales; mejor nos elevamos todos y somos todos igualmente grandes?
¿Qué tal si todos nos atrevemos a proclamar nuestros propios logros y nos disponemos a recibir los abrazos de las almas sanas (aunque vengan desprecios de los que no tienen tan alta autoestima)? Es que la satisfacción del reconocimiento por los logros nos va impulsando a más, y los desprecios se pueden ignorar cuando se comprende su causa. Entonces mi propuesta es que no seamos tan tímidos, porque cuando alguien cuenta cómo llegó a la meta todos aprendemos.
¿Y qué tal si empezamos a reconocer cada pequeño logro de nuestro prójimo? ¿Qué tal si aplaudimos las autoalabanzas? ¿Qué tal si dejamos atrás el miedo de decirle a alguien “sos grande, te admiro, lo que has hecho nadie más lo podría hacer”? ¿Qué tal si hasta lo practicamos diariamente a solas, como el que repite un trabalenguas para que le salga más fluido cada vez? En nuestra soledad, visualicemos a la persona que suele alabarse y nos incomoda y digámosle: “Sos grande, lo que lográs es increíblemente especial, gracias por compartirlo”.  Hagámoslo incluso si esa persona no suele reconocer nuestro valor personao o el de nuestros esfuerzos. Si lo hacemos, cuando veamos a esta persona de nuevo será más fácil conectarnos con ella sin temerle, reconocer sus logros y ayudar a su autoestima.
Y el reconocimiento positivo de los demás va a derivar en un resultado maravilloso e inevitable: El reconocimiento positivo del yo.
Todos tenemos algo especial, todos hacemos algo maravillosamente único, con calidades que nadie más puede lograr. Si yo parto de esa premisa y la reconozco en el prójimo, entonces la valido en mí.
Cuando empecemos a ver a la humanidad de esta manera, entonces, el ego estará cumpliendo su función, ser una parte maravillosa de un gran engranaje maravilloso que se ama a sí mismo y que ama al Todo en el universo. Cuando eduquemos a nuestros hijos e hijas con la correcta actitud hacia los logros del ego (el propio, el ajeno y el unificado), entonces les estaremos permitiendo impulsarse alto, con el verdadero reconocimiento de que no están volando solos ni por tiempo limitado.
Una última idea, para los cristianos que, como yo, fueron enseñados en la humildad y la actitud de adoración a Dios: Sí, todo lo bueno que logramos viene de Dios, y la gloria debe ser para esa maravillosa Fuente Divina. Entonces, recordemos que ese prójimo maravilloso que hace cosas maravillosas y las cuenta, viene del Dios maravilloso en el que creemos, y al menos aplaudamos con una frase sencilla ante sus autoalabanzas: “¡Te admiro, de verdad que Dios te ha dotado de dones únicos, gracias por compartirlos conmigo”. Valorar al prójimo y valorar al propio ser es parte de reconocer la gran obra de Dios.
“Descubrí que soy hija de la Divinidad” dijo una mujer, y su amiga le contestó con un aplauso alegre por su descubrimiento: “¡Claro!, todos venimos la Divinidad!

Reflexiones de María Antonieta Campos Badilla
15 de diciembre de 2019
                

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